
Durante las elecciones celebradas el pasado domingo 19 de mayo en la República Dominicana, la Misión de Observación Electoral (MOE) de la Organización de los Estados Americanos (OEA) desempeñó un papel crucial, revelando mejoras notables en la organización y transparencia del proceso electoral. Sin embargo, el informe capitaneado por el expresidente chileno, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, puso en relieve un problema endémico y profundamente inquietante: la compra de votos.
Esta práctica, abyecta y vil, erosiona las bases de la democracia con una frialdad calculadora, transformando el sufragio, expresión quintesencial de la voluntad popular, en una grotesca transacción mercantil. Esta depravación no solo socava la legitimidad de los electos, sino que alimenta un ciclo interminable de corrupción y desigualdad, privilegiando intereses mezquinos sobre el bienestar común y la ética democrática.
La Junta Central Electoral (JCE) y el Tribunal Superior Electoral, aunque han sido objeto de elogios por su meticulosa labor y la implementación de mejoras significativas en los procedimientos electorales, deben reconocer que la lucha contra la compra de votos exige más que simples ajustes procedimentales. Estos avances, aunque imprescindibles, deben ser parte de un esfuerzo más amplio y decidido que aborde las raíces mismas de esta corrupción endémica, incluyendo la insuficiente educación cívica y las precarias condiciones socioeconómicas que predisponen a los votantes a estas influencias corrosivas.
Es imperativo que la sociedad dominicana, en concierto con sus entidades políticas y civiles, contemple con rigor las devastadoras implicaciones de estas prácticas y se movilice de forma unida para extirparlas. Si bien el apoyo y la supervisión internacional, como la facilitada por la OEA, son indispensables, la verdadera transformación debe ser autóctona, catalizada por un electorado informado y fervientemente comprometido con los principios democráticos.
A medida que la República Dominicana prosigue en el fortalecimiento de su estructura electoral, la erradicación de la compra de votos debe ser una prioridad ineludible. Confrontar este cáncer no es solo cuestión de intensificar la vigilancia y la penalización, sino también de fomentar una cultura política que exalte y resguarde la sacralidad del voto. Sólo mediante este enfoque integral, la democracia dominicana podrá desembarazarse de las garras de esta abominación y avanzar hacia un futuro más justo y equitativo para todos sus ciudadanos.